El mensaka del semáforo (Arturo Pérez Reverte)

Eugenio Fouz
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El mensaka del semáforo

ARTURO PEREZ REVERTE

XLSemanal - 13/12/2010

 

La moto está parada en el semáforo de un paso de peatones, con un pavo encima:

un mensajero con el rótulo fosforito de su empresa en la espalda. Detengo el coche

en su aleta de babor y miro la máquina. Pese a la caja portaequipajes del asiento

trasero, me recuerda la hermosa moto italiana que tuve hace treinta y tantos años

largos, a esa edad en que te crees invulnerable; cuando eres joven, inconsciente y

capaz de salir de viaje nocturno cayendo lluvia a mantas, atravesando a ciegas

pantallas de agua pulverizada de camiones por carreteras de doble dirección, y

crees que estamparte contra un coche o un árbol, a 160 kilómetros por hora, es

algo que sólo puede pasarle a otros, y nunca a ti. El caso, como digo, es que estoy

mirando la moto y al usuario con una punzada de nostalgia. Bajo el casco y el

barbur, el mensaka parece motero veterano, treintañero largo. Está tranquilo y a

lo suyo, abiertas las piernas, las botas militares apoyadas en el suelo, pendiente

de que el semáforo pase a verde. Pensando en sus cosas, supongo. En que va

retrasado en las entregas, o a quién votar en las municipales. Cualquiera sabe. Y

en ese momento, despistado al volante, frenando en el último instante porque no

se había fijado en el semáforo, llega el pringao.

No hay golpe fuerte. Sólo el chirrido del frenazo sobre el asfalto. Riiiias. Miro a

mi derecha y veo que un coche, deteniéndose casi de milagro en el último

momento, golpea ligeramente la moto por atrás. Apenas un toque en el neumático

de la rueda trasera. Cloc. Lo justo para que, sin hacerle desperfectos visibles, la

moto salga despedida tres o cuatro metros adelante, con el motero pateando a un

lado y a otro en desesperado esfuerzo por mantener el equilibrio. Y lo consigue,

el tío. Logra estabilizarse un trecho más allá, pasadas las marcas de pintura del

paso de peatones, y desde allí se vuelve para comprobar qué diablos ha ocurrido.

Entonces ve el coche detenido donde antes se encontraba él, y al conductor que,

petrificado, las manos agarrotadas en el volante y expresión estupefacta, lo mira

reponiéndose del susto. Acojonado.

Entonces asisto a una escena memorable. Con una sangre fría envidiable, tras

quedarse unos instantes mirando hacia atrás como si no diera crédito a lo

ocurrido, el mensaka se baja de la moto, la pone sobre la pata de cabra, echa un

vistazo comprobando que no hay daños de importancia, y luego se acerca

despacio al automóvil, tomándose su tiempo. Es un tipo de aspecto rudo, vigoroso

y con aparente buena salud. El casco negro, del que sólo ha levantado la visera,

refuerza su aspecto amenazador. Y huelga señalar que, para entonces, los

conductores de los tres o cuatro coches que estamos cerca seguimos el asunto con

atención no exenta de morbo, haciendo cábalas sobre si el primer guantazo se lo

va a dar el mensaka al conductor con la derecha o con la izquierda, o si se limitará

a enumerarle a gritos la relación completa de sus muertos más conspicuos y

 

frescos. El del coche debe de andar en cálculos parecidos, pues permanece

atrincherado tras el volante, igual de blanco que una hoja de papel marca El

Galgo. Y en ésas ocurre la cosa.

Siempre despacio, sin alterarse, el mensaka ha llegado a la altura del conductor y

se inclina a mirarlo. Éste es más bien de perfil tiñalpa, con poca chicha. Salta a la

vista que no sabe qué hacer ni decir, y que teme le pongan la cara como un mapa

de carreteras. Entonces, cuando el motero tiene ya apoyada una mano en el

abridor de la puerta, lo veo inclinarse un poco más, mirando hacia el asiento de

atrás del vehículo. Sigo la dirección de su mirada y descubro a dos enanos de ocho

o diez años, niña y niño, sentados allí, con sus cinturones de seguridad puestos.

En ese momento, el mensaka hace una de esas cosas que a veces, hasta en los

momentos más negros de la vida, puede reconciliarte con el ser humano. Se queda

inmóvil un instante, como pensándoselo, la mano aún puesta en la puerta del

coche. Luego se yergue despacio, mira al conductor y le suelta esta frase inmortal:

«Un día te vas a matar, gamberro».

Y eso es todo. Después, sin esperar respuesta -el otro sigue sentado, sin arrestos

siquiera para balbucir una excusa-, el mensaka se dirige a la moto tan tranquilo

como vino, echa un último vistazo para confirmar que no hay desperfectos, sube

a ella, la pone en marcha y se va. Yo meto la primera y arranco a mi vez, pues

suenan detrás bocinas impacientes de coches, y veo al motero perderse en el

tráfico, a la entrada de un túnel. Entonces caigo en la cuenta de que ni siquiera he

podido verle la cara. Y pienso que es una lástima. Me gustaría reconocerlo en

cualquier calle, con la moto parada. Aparcar cerca, señalar el bar más próximo e

invitarlo a una caña.

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Artículo de opinión escrito por Arturo Pérez Reverte en el que se cuenta un incidente de tráfico. La actitud del motorista -mensaka- con un conductor que hace algo mal sirve para mostrar el valor moral de la empatía

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